En muchas ocasiones se ha comentado y se comenta la importancia, el valor de la prueba en cualquier procedimiento judicial, y en realidad no le falta fuerza a tal afirmación sobre la importancia de la prueba pues no debemos olvidar que es en la prueba, y concretamente en el valor probatorio de la misma, donde se sustenta el eje principal, la estructura y el desarrollo de cualquier proceso judicial. Ahora bien, cabría añadir un concepto más: el del valor de la prueba lícita.
Y decimos esto pues en muchas ocasiones, si hablamos del valor de la prueba meramente, puede llevarnos a pensar que lo que realmente importa es que logremos probar los hechos que deseemos probar, sin importar los medios que utilicemos para ello, cuando en un proceso judicial para nada es así, al contrario.
En un proceso judicial, es obvio y notorio que ganar cualquier causa pasa por tener la prueba o las pruebas irrefutables que demuestren que tenemos razón, pero no sólo pasa por ello, sino que también pasa porque aquella prueba o pruebas que demuestran que tenemos la razón lo demuestren habiendo sido obtenidas ellas de una forma lícita, de una forma ajustada al procedimiento y a Derecho. De lo contrario, aunque la prueba exista será como si no la tengamos, pues podrá ser declarada nula.
Dicho de otro modo, y aunque pueda resultar paradójico, de nada sirve que podamos demostrar aquello que queremos demostrar si para demostrarlo lo que hacemos es incurrir en acciones procedimentales incorrectas, pues ello sólo hará que nuestra prueba no sirva de nada.
A muchos lo anteriormente dicho puede parecerles injusto, pues puede existir una persona que se vea culpable, que se sepa culpable y que se demuestre culpable, pero que no sea condenada por no haberse podido probar lícitamente su culpabilidad, y de buen seguro que mucha razón no les falte, pero en aras de las garantías jurídicas, en un ordenamiento como el nuestro ello debe de ser así.